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¿Se puede diagnosticar el potencial de un profesional para optar a un puesto de nivel directivo?
«Hay características objetivas que permiten predecir si un candidato tiene más o menos posibilidades de desarrollo profesional. Mi experiencia como directivo, y como seleccionador de directivos me lleva a pensar que hay algunos elementos clave que permiten pronosticar el éxito…«
Publicado en Capital Humano, nº 182. Noviembre, 2004.
A lo largo de mi vida profesional, durante casi veinte años, he estado en muchos puestos de primer nivel directivo, en diferentes compañías -públicas y privadas- de distintos sectores de actividad -fertilizantes químicos, transformación de plásticos, productos de loza, porcelana, vitrificados y vidrio templado, grandes almacenes por departamentos, industria alimentaria, consultoría, etc.- en las más diversas posiciones -Dirección de varias fábricas, Dirección de Recursos Humanos, Dirección de Operaciones, Subdirección General, Dirección General Adjunta, Dirección General y Presidencia Ejecutiva-. Mi experiencia en la línea, me ha dado la oportunidad de disponer de un excelente observatorio para identificar las claves del éxito de mis colaboradores directos: las características comunes de los mejores hombres que he tenido la suerte de tener en mis equipos.
Durante otros cinco años, he trabajado, casi exclusivamente, en la selección de candidatos a puesto de primer nivel directivo. En esos años, he realizado varios miles de entrevistas en profundidad a candidatos preseleccionados para optar a posiciones de dirección. ¿Me ha dado esa experiencia alguna o algunas claves para pronosticar el éxito de los candidatos en el futuro desempeño de sus funciones de dirección? Sería lamentable que la respuesta fuera no; sí, tengo una idea clara de cuales son las claves, aunque tal vez mis ideas resulten poco originales, pues son muy parecidas a las que cualquier consultor o cualquier profesional experimentado tendría y las mismas que se pueden ver en muchos de los excelentes trabajos que sobre el tema se han escrito.
Desde que, en 1973, en la cátedra del profesor David McClelland se publicara el célebre trabajo “Testing for Competence rather than Intelligence”, todos sabemos que un cociente intelectual elevado no garantiza el éxito en el desempeño de posiciones directivas. Hasta entonces, un buen cociente intelectual, junto a una formación académica adecuada y una experiencia suficiente, eran casi las únicas medidas con la que se intentaba diagnosticar el futuro éxito en el desempeño de cualquier puesto directivo. Ahora sabemos que las tres son condiciones umbral, es decir “sine qua non”, necesarias pero insuficientes para el éxito.
Al profesor McClelland, le debemos la introducción del concepto de competencia, que ha sido tan manido, que conviene que de vez en cuando alguien recuerde su sencilla definición: las competencias son aquellas características que llevan a un desempeño superior. Bastaría con identificar éstas para encontrar las claves que estamos buscando. Las competencias más relevantes, como señalaba McClelland, se agrupan en torno a la iniciativa, la motivación de logro, la adaptabilidad, la influencia, la capacidad de liderazgo, la conciencia política, la empatía, la confianza en uno mismo y la capacidad para alentar el desarrollo de los demás. Desde que Daniel Goleman, fantástico divulgador de las ideas de su maestro, David McClelland, nos haya expuesto en sus muchos escritos relacionados con lo que él ha dado en llamar -muy acertadamente por cierto- la competencia emocional, todos las conocemos.
Pero, nuestro enfoque, en este artículo, no va a ser tanto una descripción más de las competencias sino una aproximación, necesariamente parcial, a algunas de las claves que permitirían diagnosticar que el candidato posee esas competencias.
Lo primero que debemos señalar es que el hecho de que la inteligencia privilegiada -nos referimos al cociente intelectual elevado- no sea condición suficiente para el éxito, no significa, como algunos tratan de mantener, tal vez para consolarse, que no sea una condición necesaria. La primera condición, necesaria pero no suficiente, para el éxito, es disponer de un elevado cociente intelectual. El promedio del cociente intelectual de una amplia muestra representativa de directivos españoles de primer nivel ejecutivo que desempeñaban con éxito sus funciones era 136, mientras que el promedio del cociente intelectual de los directivos de segundo nivel, es decir de los que reportaban directamente al primer nivel ejecutivo, de las mismas empresas era 127 y de los que dependían de éstos, 120.
Que hagan falta más cosas que la inteligencia para tener éxito y que sólo el disponer de una buena cabeza no garantice éste, es una cosa; pero, otra es que, no hay duda, para tener éxito como directivo hace falta una notable inteligencia; sin ella, es imposible tener un desempeño adecuado en puestos directivos. Aclaremos que, además de que el cociente intelectual global sea elevado, es muy conveniente que tanto el cociente verbal, como el manipulativo estén equilibrados: un directivo necesita tanto interpretar adecuadamente los hechos, trabajar con ellos y lograr conclusiones válidas, como moverse con soltura a través de las estructuras sintácticas formales del lenguaje.
Pero, tan importante como disponer de unos buenos recursos intelectuales es tener un adecuado enfoque a la hora de ponerlos en juego. Cuando se afrontan problemas, hay tres formas básicas de orientar los recursos intelectuales: algunos los orientan, preferentemente, a captar el conjunto del problema para lograr la visión global del mismo; otros tratan de ver, antes que nada, los aspectos más prácticos del problema, obteniendo conclusiones pragmáticas de forma preferente; y otros los orientan hacia el análisis pormenorizado y detallado del problema. Bien, cada persona tiene una orientación preferente de sus recursos y para el desempeño exitoso de puestos directivos es imprescindible disponer de una orientación preferencial hacia lo global; es preciso emplear los recursos para captar, sobre todo, el conjunto del problema.
Hay algunas personas con doble orientación: capaces, por ejemplo, de captar la esencia global de un problema al tiempo que realizan análisis minuciosos y detallados del mismo; o que tienen visión global y que, a la vez, jamás se les escapan las consecuencias prácticas que tiene cada aspecto del problema; o que son minuciosos y detallistas a la vez que pragmáticos. Siempre que incorporen la visión global, una orientación doble les otorga un plus en el desempeño.
Señalaremos también que hay algunas personas, pocas, con orientación tridimensional: los capaces de captar el conjunto del problema, analizar cada detalle y las consecuencias prácticas, simultáneamente. Esas personas logran una tremenda eficacia en la utilización de su inteligencia: son auténticas joyas.
Algunas personas como las que hemos descrito con recursos mentales notables y buen enfoque de esos recursos en condiciones normales, pierden su capacidad cuando los problemas que afrontan están cargados emocionalmente. Un directivo tiene que poder trabajar en condiciones emocionalmente muy cargadas, tiene que se capaz de obtener síntesis integrativas brillantes ante los problemas que afronta, a través de la captación de elementos dispersos y aparentemente inconexos, y debe hacerlo, con igual eficacia cuando la tensión emocional sube o cuando los problemas sean emocionalmente neutros. Esto no es difícil de detectar si se tiene un poco de experiencia como entrevistador, aunque hace falta delicadeza para hacerlo bien.
Pero, como decíamos, no sólo en la inteligencia están las claves. Una característica común a los directivos de éxito es su interés profundo por comprender sus características psicológicas -tratan de conocerse profundamente a sí mismo y son muy autocrítricos- y las características psicológicas de los demás. El interés por entender las dinámicas de los comportamientos individuales y colectivos es muy importante en un perfil directivo.
También la forma de sentir del candidato es clave para el éxito. Sí, parece sorprendente, pero la forma de sentir es muy importante. Básicamente, hay dos formas de sentir: introtensiva y extroversiva. Algunas personas alcanzan sus emociones más fuertes en su propio interior; éstos, cuando buscan satisfacer sus necesidades de gratificación inmediata, las encuentran dentro de sí, alrededor de su bien asentada escala de valores; para ellos, poder ser fieles a su principios es lo fundamental, en eso consiste la seguridad que buscan permanentemente. Hay una frase que repiten que les define: “yo soy así, que quieres que le haga”. Otras personas viven volcadas hacia fuera, buscan la gratificación en su entorno, con el que pretenden, sobre todas las demás cosas, estar en constante equilibrio; valoran tanto este equilibrio que son capaces de disfrazar sus auténticos sentimientos con tal de mantenerlo. El chiste del gordito que contesta, cuando le preguntan “¿por qué estas gordo?”, “será porque no discuto”; y que cuando le replican, “no puede ser por eso”, dice: “pues no será por eso”, es bien ilustrativo del comportamiento de un extroversivo puro. Es relativamente fácil detectar este aspecto en las entrevistas.
Las personas introtensivas suelen ser más creativas, conceptualizan muy bien, pero, muchas veces, las más, no captan bien lo que ocurre en su entorno: no se enteran. Las personas extroversivas captan todo, absolutamente todo, lo que ocurre en su entorno, pero difícilmente logran interactuar con él. Es un típico error de seleccionador diagnosticar que un extroversivo va a ser un buen directivo, por lo deprisa que capta todo, pero si no interactúa no sirve para nada lo que capta.
Entre ambas formas básicas de sentir, como si de un color blanco o negro se tratara, hay toda una gama de grises, de formas de sentir duales. Un directivo necesita, lógicamente, para poder interactuar con su entorno, disponer de un sentir dual: de una parte debe captar todo lo que ocurre en su entorno, pero, de otra, debe tener una gran vida interior que le permita hacer elaboraciones complejas de los muchos estímulos que recibe y llegar a conclusiones; entonces, cuando las tiene, las vuelca a su entorno y vuelve a recibir retro alimentación que, de nuevo, es la base de sus elaboraciones creativas; etc.: esa es la clave de la adecuada interactuación con el entorno, el sentir dual.
Otra de las claves de un desempeño adecuado de un puesto directivo está en los roles prototipo que cada persona tiene. En los primeros años, tal vez meses, de existencia, las personas fijan una serie de roles que son los que luego van a desempeñar en su vida. Las personas comunes tienen, usualmente, un limitado catálogo de roles prototipo, pero, por ejemplo, los actores, los buenos, son personas que disponen de catálogos más amplios, lo que les suele dar una tendencia mayor a la inestabilidad emocional. Algunos de los roles que tienen las personas en su catálogo tal vez nunca se lleguen a desempeñar, pareciera que uno los tuviera sólo para soñar o para jugar, pero todos los papeles que uno asume a lo largo de su vida están en su catálogo. Está claro que un directivo necesita disponer en ese catálogo del rol de líder, sino no va a poder actuar como tal. Esto, las más de las veces, es muy difícil de detectar “a priori”, pues la propia persona no es consciente de esa característica, que está en su subconsciente y que aflora sólo cuando se enfrenta a una situación que le exige asumir ese papel. Son muchas las personas con potencial para ejercer el liderazgo que lo ignoran; incluso, cuando son sometidos a tests para diagnosticar su perfil de liderazgo, éste no aparece con nitidez; pues sólo cuando lo han ejercido de alguna manera aflora.
Otra de las características a detectar de un directivo con pronóstico de éxito es su abanico de intereses. A las personas con pronóstico de éxito para puestos directivos les interesan muchas cosas, casi todas. Alguien con un abanico de intereses reducido es muy difícil que alcance el éxito en responsabilidades de dirección. Los directivos de éxito tienen una abanico de intereses muy amplio y diverso. En este caso, se trata de una característica bien fácil de diagnosticar a través de una conversación relajada.
Imaginemos una persona que reúna todas esas características que estamos describiendo pero que no tuviera una buena cultura general y un buen tono social: probablemente se perdería oportunidades que le resultarían claves para su trabajo. Los directivos se mueven, habitualmente, en ambientes de cierta sofisticación, en los que un candidato debe sentirse cómodo. Si no se dominan, naturalmente, las pautas de comportamiento social y no se tiene una amplia cultura de contenidos generales, se va a perder mucha eficacia. Hoy en día, parece que se han perdido las formas, que éstas ya no importan, pero es falso, las formas importan y no poco; no se reconoce, habitualmente, que se les da importancia, pero, por supuesto, que se les da; cualquiera que se mueva en esos ambientes lo percibirá de inmediato.
Bien, estas características son comunes, en mi opinión, a los perfiles con pronóstico de éxito. Evidentemente, cuando se tienen, el resultado es que el candidato, con toda probabilidad, tiene competencia intra personal y competencia inter personal. Presenta, de un lado, un alto grado de conocimiento de sí mismo, pues reconoce las emociones propias y sus efectos, conoce sus debilidades y fortalezas y confía en sí mismo; es autocontrolado, pues maneja adecuadamente sus emociones, es fiable e íntegro, adaptable e innovador; se automotiva, pues tiene un fuerte afán de logro, capacidad de compromiso y optimismo. De otro lado, es empático, pues comprende las emociones del otro y se pone en su lugar; valora la diversidad y las opiniones diferentes a la suya; y entiende la dinámica de los grupos, las corrientes emocionales y las relaciones de poder; además tiene habilidades sociales, influencia, impacto, y sabe buscar las sinergias y promover la cooperación. Esas serían las competencias y todo lo que hemos escrito antes unas ideas acerca de la mejor forma de detectarlas.
Gustavo Mata Fernández-Balbuena
Publicado en Executive Excellence
¿Por qué muchas organizaciones se comprtan de una forma tan estúpida, cuando están integradas por personas con talento?
La primera trampa: la estructura
Si a un directivo se le entrega un papel en blanco, un lápiz y una goma de borrar, sin ninguna indicación acerca de qué tiene que hacer, ¿qué es lo que probablemente se pondrá a hacer? Cuando hago esta pregunta, en mis clases o presentaciones, la respuesta más reiterada es: ¡un organigrama! Está claro, no hay nada que divierta más a los jefes que hacer estos esquemas de las estructuras organizativas que llamamos organigramas. Un directivo amigo hacía un nuevo organigrama, aproximadamente, cada seis meses y lo colgaba en su intranet; afortunadamente, sus subordinados no hacían caso alguno de los cambios y seguían haciendo lo mismo que hacían antes: ¡menos mal!
Cuando hacemos organigramas encerramos a los diferentes especialistas en diferentes cajitas y nos olvidamos de algo obvio pero muy importante: todas las cajitas tienen cuatro paredes, un suelo y un techo; y éstas aíslan dramáticamente a unos grupos de otros. La estructuración genera, inevitablemente, fragmentación e incomunicación.
En los organigramas se definen muy bien las dependencias jerárquicas entre las cajitas -eso siempre queda muy claro a través de líneas verticales de trazo lleno-. Algunas veces -pocas- estos diseñadores de organigramas colocan unas líneas -aunque éstas son siempre más finas y discontinuas: líneas de puntos- para indicar que debe haber coordinación entre algunas de las cajitas. Yo mantengo que esas líneas de coordinación deberían ser las más gruesas y, por supuesto, no de puntos, sino llenas y bien gruesas. Cuando estructuramos, repartimos, fundamentalmente, el poder y, frecuentemente, nos olvidamos de prever los mecanismos de coordinación. Si no hay coordinación ni comunicación entre las partes de una estructura ¿para qué sirve que dentro de las cajitas haya mucho talento?; si mi mano no estuviera conectada a través de las conexiones nerviosas con mi cerebro, ¿cuándo me enteraría de que me estoy quemando, si la pongo sobre una superficie caliente?, ¿tal vez cuando empezara a oler a carne quemada?
La descoordinación y la incomunicación que genera la estructuración es una trampa en la que se queda atrapado el talento que hay en las organizaciones. Entonces, ¿debemos renunciar a estructurarnos?:¡no!, por supuesto. Debemos saber que una buena estructuración incluye el diseño no sólo de las dependencias jerárquicas sino la definición de los mecanismos de coordinación. Para H. Mintzberg los mecanismos elementales de coordinación son cinco: la adaptación mutua, la supervisión directa, la estandarización de procedimientos, la normalización de habilidades y la normalización de los resultados de cada tarea. La coordinación no sólo depende de la supervisión directa por parte de un único responsable entre las unidades que deben estar coordinadas -la dependencia jerárquica- ; también la natural adaptación mutua entre personas inteligentes, la normalización de las habilidades de esas personas -el oficio común- y de sus comportamientos -la cultura que comparten- así como la estandarización del resultado que se espera de cada función -el diseño de los procesos- deben ser incluidos en el diseño de la estructura. El primer mecanismo de coordinación, el más natural, es la mutua adaptación; las personas resuelven por sí mismas muchos problemas de coordinación. Pero en cuanto aparecen entre ellos los primeros conflictos de interés suelen necesitar un poder arbitral superior que resuelva lo que no son capaces de resolver solos; se trata del segundo mecanismo de coordinación: la supervisión mutua; el jefe común resuelve los conflictos marcando los límites. Pero cuando las organizaciones van creciendo y haciéndose más complejas, los dos primeros mecanismos son insuficientes, se hace necesario acudir a la normalización de comportamientos, de resultados y de habilidades, como formas superiores de coordinación; si las personas tienen las mismas pautas de comportamiento, están educadas en los mismos principios, les resulta más fácil entenderse; si cada uno tiene muy bien definido que resultado concreto se espera de su trabajo, tampoco es fácil que se creen conflictos; y si las habilidades de cada uno, su oficio, están homologadas, cada quién responde de su parte con profesionalidad. Para asegurar la estandarización y normalización de comportamientos, de resultados y de habilidades se desarrolla en las organizaciones lo que Mintzberg llama la tecnoestructura: equipos que mediante emisión de normas y procedimientos y mediante mecanismos de control aseguran la coordinación. Cuando la tecnoestructura se desarrolla, la línea jerárquica, los mandos, van cediendo parte de su poder a estos burócratas.
La segunda trampa: la ambición mal canalizada de los directivos
Decíamos que la estructuración supone reparto de poder entre los colaboradores. Esto supone competencia interna por conservar o acrecentar áreas de poder por parte de los ejecutivos, que redunda en incomunicación de los departamentos.
Todos los directivos son ambiciosos; y, si no lo fueran, ¿podrían ser buenos directivos?: yo pienso que no. La ambición de los directivos suele generar luchas internas por áreas de poder que crean serias barreras verticales a la comunicación entre las diferentes áreas. Muchas veces los subordinados son advertidos por su jefe de que cada vez que haya un problema con tal o cual área de la empresa no hagan nada, sólo informarle a él; que, ¡ni se les ocurra!, mover ni un dedo, tomar ninguna iniciativa. ¿Qué está haciendo ese jefe?: almacenar misiles nucleares, en forma de problemas irresueltos; ya sabemos que los misiles nucleares -¡gracias a Dios!- se emplean para enseñarlos y amedrentar al enemigo más que para arrojarlos sobre él, pero, en las organizaciones, esos problemas enquistados, listos para ser arrojados sobre la parte contraria en cualquier momento, son una tremenda trampa para que el talento fluya: nos hemos gastado un platal en contratar gente estupenda a la que luego no dejamos actuar inteligentemente; es más, se lo prohibimos expresamente. ¿Cómo arreglar esto?; ¿reprimiendo la ambición de los directivos?: ¡no!, simplemente haciendo que las ambiciones de todos, sus objetivos personales, se colmen cuando los objetivos de la compañía se consigan. Si alguno de ellos tiene objetivos incompatibles con los del resto o con los del conjunto, está claro: se debe prescindir de él. No nos engañemos: ¡es así de simple!
La tercera trampa: las actitudes reactivas
¿Cuántas personas se atreven a contratar personas más inteligentes, más valiosos, mejor preparadas que ellos mismos? Si el trabajo de cualquier directivo a cualquier nivel, no sólo del Director General, es hacer que otros hagan ¿no sería mejor que los colaboradores fueran brillantes?
¿A cuántas personas les gusta oír opiniones discrepantes? Una opinión diferente a la nuestra tiene un enorme valor y es difícil encontrar personas que las aprecien. Además: ¡las opiniones propias las solemos conocer a fondo! ¿qué interés tiene oír a alguien que las repite?
¿A cuantos jefes les gusta que su gente tenga iniciativa? ¿Cuántos propician que se tomen riesgos, que se innove? Si queremos organizaciones inteligentes, debemos propiciar la comunicación abierta, promover la crítica constructiva, aprender a valorar de forma positiva cualquier punto de vista diferente, enseñar a asumir riesgos y ser innovadores. Debemos propiciar las actitudes pro activas y anticipativas no las reactivas.
El desbloqueo de las trampas no es suficiente
Imaginemos que tenemos una estructura perfectamente diseñada, sin trampas al talento: ¡la estructura idónea!; en el mejor de los casos la organización estará preparada para acometer los problemas previsibles; pero -en eso el consenso es universal- todas las estructuras han de abordar cada día un porcentaje importante, -más del 50 %- de problemas absolutamente imprevisibles, para los que, evidentemente, no pueden haber sido diseñadas.
Que una organización esté bien estructurada no garantiza el buen funcionamiento de la misma. ¿Qué es lo que hace que las estructuras se puedan adaptar a los problemas no previstos?: las estructuras informales, al margen de la estructura oficial, que hay en las organizaciones, son las que permiten que éstas se adapten. Estas redes informales -redes de información, redes de consejo y redes de confianza- convierten a las organizaciones en estructuras flexibles y adaptables, capaces de acometer con éxito problemas imprevistos. Las personas clave para que la organización informal funcione son las que Mc.Clelland llama las “estrellas de la organización”; ellos son los nodos de esas redes informales, los que las integran y hacen posible su funcionamiento.
Las organizaciones necesitan que un número determinado de personas, de entre sus miembros, sean capaces de crear y mantener esas redes que luego son capaces de aflorar el conocimiento que se halla repartido y disperso por toda la organización. Pero, ¿qué tienen esas personas que les hace ser las estrellas de la organización?, ¿qué habilidades les permiten ser los nodos alrededor de los que se construyen las redes informales?: son personas, como diría Mc. Clelland “no tanto inteligentes como competentes”; o como señala Goleman, divulgador de las ideas de su maestro Mc. Clelland, son personas “emocionalmente inteligentes”. La inteligencia de las personas no asegura su competencia. Para ser competente se necesita, además de inteligencia, una especial fortaleza en cinco factores: conocimiento de sí mismo, autocontrol, automotivación, empatía y habilidades de relación social. Las personas que saben entender sus propias emociones, que conocen sus puntos fuertes y débiles, que tienen confianza en sus fuerzas y seguridad en sí mismos; los que saben controlar sus emociones y son íntegros, fiables, adaptables e innovadores; los que tienen ganas, afán de logro, capacidad para el compromiso y talante optimista; los que saben manejar la dinámica de los grupos; los capaces de ponerse en el lugar del otro y entender sus emociones; los que tienen impacto, influencia en los otros, capacidad de liderazgo para buscar sinergias, para promover y para conducir el cambio: esos son los competentes. Este tipo de personas son imprescindibles para asegurar la flexibilidad de las organizaciones. No es que todas las personas en la estructura deban ser así, sino que si no hay un número suficiente de personas así, las organizaciones, aunque estén bien estructuradas y no tengan trampas al talento, no funcionan adecuadamente, pues resultan rígidas y poco flexibles.
Gustavo Mata Fernández-Balbuena
Publicado en Executive Excellence
Mi mejor jefe aguantaba muy bien la presión, incluso creo que trabajaba mejor con presión que sin ella; como dicen ahora: le iba la marcha. Él confiaba ciegamente en sí mismo y se mantenía siempre sereno ante las dificultades. Cuanto peores eran las circunstancias, más tranquilo estaba. Sabía ser frío.
Estaba totalmente orientado al resultado, era muy competitivo; la verdad es que lo que más le motivaba eran los retos. Tenía una atracción fatal por lo nuevo, por lo que se estaba formando; vivía hacia el futuro y estaba siempre abierto a atacar nuevas metas; era como si el pasado, para él, no existiera.
Sabía bien lo que es ser eficiente y a mí me enseñó lo que era; “ya sé que no tienes tiempo de hacerlo bien, pero, piensa: ¿cuanto tiempo necesitas para hacerlo?”. También me enseñó a ser responsable; decía: “¿sabes qué es ser responsable?: asumir las consecuencias de lo que haces”. Él, desde luego, lo era. Aprendí también de él a fijarme objetivos; repetía a menudo: “nunca nadie consiguió nada sin proponérselo; a veces algunas personas que se lo proponen no llegan, pero, la verdad, eso no importa tanto como intentarlo”.
No le gustaba oír que era muy trabajador, pero lo era; tenía una gran capacidad de trabajo y una enorme capacidad de concentración en su tarea. Puede que su característica más notable fuera la persistencia; no se desanimaba nunca frente a los contratiempos o reveses: “inténtalo de nuevo, no se suele lograr algo extraordinario a la primera; la mayor parte de la gente que triunfa lo hace después de fracasar por lo menos una vez”, me solía decir.
Terriblemente auto crítico; tanto que entre los más cercanos era común oír: “es imposible oír a nadie hablar tan mal de sí mismo”. Muy inteligente e ingenioso; muy curioso; casi todo llamaba su atención; decía: “así es como aprenden los niños: gracias a su curiosidad”. Él daba constantemente muestras de su tremenda e insaciable curiosidad.
Era muy creativo; siempre encontraba una forma nueva de hacer las cosas. Otra frase suya: “sé que con buenos medios se consiguen buenos resultados, pero los ingeniosos deben saber cómo conseguirlos sin ellos”. Eso era ser creativo, según su visión. Siempre prestaba mucha atención a los detalles; decía que “la diferencia suele estar en los detalles”.
Sabía ser un gran motivador y también cómo auto motivarse. Reconocía que la motivación de todo el equipo era algo que dependía de él, y se dedicaba cada día a mantener la ilusión de todos; pero él no necesitaba que nadie le motivara; me recordaba a Óbelix: era como si él se hubiera caído de niño en la marmita de la poción mágica de la motivación y ya no necesitara más dosis.
Tenía un gran sentido del humor: “sólo los incompetentes están tristes y con cara de preocupación”, decía, y también tenía sentido de la propiedad: “créete que el negocio es tuyo, tanto si lo es como si no; no hay otra forma de triunfar”.
Exigía a todo su equipo lealtad extrema; aprendí con él que la lealtad no es sustituible por nada: “con gente leal se puede abordar cualquier cosa, sin eso no se puede intentar nada”, decía. Me enseñó a no tener miedo: “sólo descubres las alturas si tienes el coraje de volar” o “la vida sólo se puede vivir de forma que merezca la pena hacerlo si no se le tiene miedo”, repetía de vez en cuando.
Todo lo hacía el equipo, o al menos eso nos hacía creer; él nos tenía siempre al tanto de la situación, de lo fundamental del trabajo: “si no entiendes para qué estás, finalmente, trabajando, es difícil que lo hagas bien”. Era integro y muy respetuoso con todos; su frase al respecto era: “trata a la gente como te gustaría ser tratado”. Pero eso no incluía ser blando. No dejaba pasar una. Además tenía mal genio, pero lo controlaba bien; era como si se enfadara con todo bajo su control; nunca se pasaba.
Quería estar al tanto de todo; decía: “no necesito que me deis las buenas noticias, esas me llegan solas, pero si algo no va bien tengo que ser el primero en enterarme”. Pero no era maniqueo: no le gustaban las clasificaciones de buenos y malos; él sólo pensaba en sacar el máximo partido de los recursos que tenía, en vez de pensar en lo buenos o malos que eran. Otra de sus frases: “si buscas culpas encontrarás culpables, pero si buscas causas tal vez encuentres soluciones”.
Tenía obsesión por la ética. Decía: “definir qué es ético es mucho más fácil que comportarse éticamente”, pero él era éticamente irreprochable; “tal vez un comportamiento poco ético te dé ventaja un rato, pero a medio y largo plazo es catastrófico, además eso no importa: la ética está por encima de la utilidad de ser ético”.
Se anticipaba: procuraba que las cosas ocurrieran, no esperaba a que ocurrieran; era muy pro activo. Sólo los que estábamos muy cerca nos dábamos cuenta de que le daba mil vueltas a las cosas antes de actuar; casi todo el mundo pensaba que improvisaba las soluciones, como si un ángel, en sueños, le dictara instrucciones para actuar; pero no era así, en absoluto: “antes de actuar, piénsalo otra vez”; “no hay problema que no tenga solución; aunque casi nunca se encuentra la solución fácilmente”; “cree en tu capacidad: si quieres que el futuro sea lo que sueñas, ¡atrévete a soñarlo!”; “sueña y verás como tus sueños se hacen realidad”.
Podría seguir añadiendo detalles, pero creo que ya me habréis entendido. Para terminar, una pequeña reflexión; ¿qué es lo que hace a los jefes excelentes?: el trabajo de los jefes consiste no en hacer sino en que otros hagan. Se trata de conseguir resultados a base del trabajo de los otros. Un grupo puede llegar a tener la suma del talento que tengan sus miembros, no más. ¿Cuál es la razón por la cual unos jefes sacan tanto partido de sus grupos y otros tan poco?: muy sencilla; los malos jefes no dejan que el talento de su gente aflore, lo agostan, impiden literalmente que se ponga en juego; los buenos jefes saben sacar todo el talento de su gente, no le ponen ni frenos ni trabas, hacen que sus colaboradores crean en sí mismos y promueven que la gente a su cargo exhiba todas sus capacidades. Creo que, por encima de todo, los Jefes excelentes son aquellos que son capaces de enseñar a sus subordinados a ser Jefes excelentes: el mejor Jefe que hemos tenido todos es, probablemente, el que más y mejor nos enseñó a ser Jefes.
Gustavo Mata
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