Publicado en Cinco Días (01-06-2006)
La inmigración ha pasado a ser el segundo problema en importancia para los españoles. El autor analiza el origen de este proceso imparable, que tiene como causa última, en su opinión, que el desequilibrio entre ricos y pobres en el planeta es cada vez mayor
Hasta hace muy poco había más españoles en el exterior que extranjeros en España. Hoy la inmigración ha llegado a ser nuestra segunda preocupación -tras el paro-, pese a que el porcentaje de población extranjera aquí es muy inferior al de Francia, Alemania, Inglaterra, Bélgica, etcétera. Y esto no ha hecho más que empezar: en 2050 un 25% de la población en nuestro país será extranjera.
Hace poco las pateras cruzaban el Estrecho. Conseguimos la cooperación de Marruecos y se controló mejor la salida. Entonces los desesperados se concentraron en las zonas fronterizas de nuestras dos ciudades en el norte de África. Construimos una barrera infranqueable. Ahora, mejor sellada la posible entrada, dispersados ejemplarmente en el desierto algunos centenares de personas con absoluto desprecio a sus derechos más elementales, el dramático flujo se ha trasladado al sur.
Mientras vemos desde nuestra propia casa todo esto, se están produciendo otros flujos invisibles mucho mayores. Entran por carretera o a través de los aeropuertos. Vienen desde los países comunitarios con los que tenemos un acuerdo de libre circulación de personas, o desde otros países, singularmente latinoamericanos, desde los que cualquiera puede viajar a España sin necesidad de visado, como turista, aunque muchos vengan a buscar empleo y a quedarse.
La causa última de la inmigración es la profunda desigualdad de renta entre las diferentes áreas geográficas del mundo. Aunque el nivel de riqueza de los habitantes del planeta haya aumentado, el desequilibrio entre ricos y pobres es cada vez mayor. Los ingresos del 20% más rico han pasado de ser 30 veces superiores a los del 20% más pobre, a ser 82 veces superiores. El 15% de la población mundial acumula el 53% de la renta; la renta per cápita de ésta es más de siete veces la renta de la media de los países menos desarrollados. Además en estos países se suele dar una insultante desigualdad en el reparto de la riqueza -es casi un sarcasmo llamarla así- lo que agrava el contraste.
En el sur de nuestro país está la frontera con mayor desequilibrio de renta del mundo; más que en la frontera entre México y EE UU, en donde hay otro flujo humano imparable.
La desigualdad es difícilmente superable -y menos a corto plazo-. Imaginemos que los habitantes de los países desarrollados fuéramos ángeles y que quisiéramos facilitar que los demás alcanzaran nuestro nivel de vida. Pues bien, no lo podríamos hacer: no hay recursos para que los más de 6.000 millones de seres humanos vivan al estilo de las sociedades avanzadas en las que vivimos apenas 1.000 millones. Y en 2050 dicen las previsiones que seremos 9.000 millones: ¡un 50% más! Incluso aunque los que gozamos de un alto nivel de vida aceptáramos bajarlo sustancialmente y asumiéramos que todos viviéramos en lo que a nosotros nos parecen mínimos aceptables, las consecuencias de la incorporación de los pobres a un estilo de vida como el nuestro agotaría, mucho más deprisa que ahora, muchos recursos clave y aceleraría los procesos de deterioro irreversible del medio ambiente que nos acompañan ya desde hace decenios.
Sí, es cierto, tenemos un problema grave, pero es un problema del que la inmigración es sólo un reflejo. El problema es la pobreza escandalosa de una gran parte de la población mundial: 800 millones de personas padecen desnutrición crónica: ¡tienen hambre! El problema es un modelo de crecimiento insostenible que origina un deterioro irreversible del medio ambiente. El problema es la tibieza de los responsables políticos de los países desarrollados a la hora de abordar soluciones; y también la intolerable corrupción -consentida y alentada en muchos casos desde el mundo desarrollado- de los responsables políticos de muchos de los países pobres que se embolsan las ayudas al desarrollo. El problema es un comercio internacional con reglas asimétricas e injustas. Etcétera.
Mientras tanto, nuestro Gobierno -que cambió el título del Ministerio de Asuntos Exteriores por Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación aunque aún tiene pendiente la reforma de la AECI- pretende pasar en esta legislatura nuestra ayuda al desarrollo del 0,25% del PIB inicial al 0,50% -ahora es del 0,35%-, para llegar al mítico 0,7%, dicen, en 2012. Vamos despacio; se ve que, en cada campaña, anunciar que se sube el porcentaje da votos. De otra parte, la oposición se entretiene en correlacionar demagógicamente delincuencia con inmigración, buscando también votos en el limbo electoral en el que deben pensar que se encuentran los xenófobos.
La inmigración -¡no hay quien la pare!- hay que entenderla, canalizarla y asimilarla -a eso deberían contribuir los que crean opinión-, pero es sólo un síntoma del problema de la pobreza en el mundo; erradicarla es el reto del siglo XXI. Más vale que nos pongamos todos a la tarea, ¡cuanto antes!
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