Parece que el entusiasmo es algo propio de la juventud; con los años es más difícil entusiasmarse con nada o con nadie; ¿es inevitable que los años nos lleven a perder la capacidad de entusiasmarnos? Charles Kingsley decía: “Los años arrugan la piel, pero renunciar al entusiasmo arruga el alma”; el gran poeta y escritor nicaragüense Rubén Darío escribió que “lo único que necesitamos para ser realmente felices es algo por lo cual entusiasmarnos”; también Gregorio Marañón recomendaba que “no dejáramos que el entusiasmo se nos apagara nunca”.
Según el diccionario de la RAE, entusiasmo es, en primera acepción: exaltación y fogosidad del ánimo, excitado por algo que lo admire o cautive; y en segunda: adhesión fervorosa que mueve a favorecer una causa o empeño. Prefiero la segunda. El ánimo fogoso no me gusta nada. El entusiasmo es también, según el diccionario de la RAE, en tercera acepción: el furor o arrobamiento de las sibilas -mujeres sabias a quien los antiguos atribuyeron espíritu profético-; en cuarta: la inspiración divina de los profetas; y en quinta: la inspiración fogosa y arrebatada del escritor o del artista, y especialmente del poeta o del orador. Ese furor, esa condición de inspiración divina, de profético arrebato, a mí me resulta repulsiva. Soy un idealista entusiasta, pero abomino de los profetas. Creo que el hombre es dueño de su destino y que los profetas nos han hecho mucho daño; a veces nos obsesionamos con las profecías y éstas, por nuestra obsesión colectiva, y no por otra cosa, se acaban cumpliendo.
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