Candelario Baldenegro Leyva, 31 años, y su esposa Juana de Jesús Ortiz García, 27, acababan de poner gasolina a su coche cuando quedaron en medio del fuego que iba dirigido contra el comandante de la Policía Ministerial del Estado de Sinaloa, Miguel Ángel Santacruz Armendáriz. El comandante, al verse atacado aceleró y, ya gravemente herido, fue a estrellarse contra un autoservicio que estaba frente a la gasolinera, al otro lado de la carretera. Candelario, notó que algo raro pasaba: unos ruidos metálicos en el cristal trasero y un intenso dolor; varios disparos se habían incrustado en su coche y una de las cien balas disparadas por los fusiles AK-47 de los asesinos para acabar con la vida del comandante le había herido a él de muerte. Salió del coche, cayó boca abajo; sólo le quedaba fuerza para llamar a su esposa: “Juani, Juani, ayúdame”. Cuando ella salió del coche tuvo que tirarse al suelo, pues de nuevo empezaron los disparos; al otro lado de la calzada los sicarios estaban rematando a su víctima. “Juani, háblale a alguien, me duele mucho” –dijo él – “Ay, no te dieron, niño… nada más te hirieron; ahorita va a llegar la ambulancia” – dijo ella -. Pocos minutos después Candelario moría en los brazos de su esposa. Siete meses después Juani acude aún a las sesiones de psicoterapia del programa de Atención a Víctimas del Delito, de la Procuraduría General de Justicia del Estado. Cuando visita la tumba de Candelario, ve cada vez más mujeres y huérfanos de la violencia en el cementerio con las que habla para darles ánimo y trasmitirle su entereza, después de todo ella es un ejemplo; es la primera viuda de la llamada “narco guerra” y eso imprime carácter.
Alma Trinidad Herrera, es contable; su hijo Cristóbal, de 16 años, murió el 10 de julio pasado en un ataque armado de otro grupo de asesinos; con él murieron dos profesores de la UAS, padre e hijo, y seis personas más. El caso sigue sin esclarecerse. La vida de Alma ha cambiado desde aquel día aciago. “Cada vez que escucho un helicóptero la piel se me eriza y digo, ¡Dios mío, qué no vaya a haber otra madre más de alguna víctima inocente”!. Ella ha organizado marchas y participado en manifestaciones; en distintas ocasiones ha solicitado, sin éxito, audiencia con el gobernador. “Ya no hayamos ni qué hacer”, “pedirle a Dios, a no sé quién, ya no más violencia. ¿A quién le va a pedir uno? Las autoridades no te quieren escuchar. Lo único que puedo hacer ahora es decirle a la autoridad que se compadezca de estas madres que hemos estado en esta guerra sin querer, esta guerra en la que ellos mismos nos han puesto. Porque ahora todos los que estamos aquí en Culiacán corremos el mismo peligro. Dicen ellos (las autoridades) que van a traer carros blindados, y a nosotros, ¿qué nos van a dar?: ¿chalecos antibalas?; ¿o nos van a blindar a nosotros también? Porque yo tengo mucho miedo”. Se acuerda cada minuto de su hijo: “Es la primera Navidad que voy a pasar sin él”, dice llorando.
En los cuatro años de gobierno de Jesús Aguilar Padilla se acumulan 3.030 asesinatos cuyos responsables, en su gran mayoría, están impunes. La muerte le puede aguardar a cualquiera en el próximo semáforo en Sinaloa. Nunca hubo tantas víctimas ajenas a todo. En la calle, mientras esperaban el transporte público o la luz verde del semáforo, o mientras caminan hacia su casa después de trabajar, cualquier día, cualquiera puede caer bajo las balas.
No sólo son asesinatos, en Sinaloa también se baten records de asaltos a sucursales bancarias -100-, de robos de coches, de conflictos carcelarios, … en fin de todo tipo de delitos. Pero, pese a la presencia más que notoria de militares y agentes de las policías federal, estatal y municipal por todas partes en el estado, la plaga no cesa.
Martín Amaral, periodista y sociólogo, perdió a su hermano Iván, agente de la Policía Estatal Preventiva, que fue asesinado, junto a cinco compañeros, cuando patrullaban por la colonia Villa Universidad frente a la Ciudad Universitaria; al llegar a un semáforo fueron masacrados por un grupo; ninguno ha sido detenido. Martín dice: “Culiacán, Tijuana y Ciudad Juárez han vivido la narco bonanza y la narco asimilación cultural; ahora están sumidas en el narco terror. En Sinaloa hay una omertá tropical, una adaptación del uso de la mafia siciliana, una ley del silencio que hace que se prefiera el silencio a la delación por miedo a las represalias”.
Tomás Guevara, investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Sinaloa, responsable del Programa de Investigación Representaciones Sociales de la Violencia, dice: “Hay una idea de temor, de preocupación, de miedo, de desconfianza, de incertidumbre, la gente no sabe qué va a pasar y un principio fundamental de la psicología es que el ser humano no puede vivir en la incertidumbre…No habría ningún problema si las víctimas fueran exclusivamente gente coludida en estos delitos, pero el problema es que, sí es cierto, hay víctimas inocentes, hay mujeres, hay niños, que no tienen nada qué ver con el asunto y que caen muertos o gravemente heridos, y eso sí preocupa a la gente, porque entonces se trastoca la tranquilidad de la población”,
Pero el mal está enraizado. El ejército, que ha sido utilizado masivamente en el conflicto por el Presidente de la República Felipe Calderón, también está contaminado. Cada año 20.000 soldados desertan; la mayoría para ingresar en las filas de los narcotraficantes. La Secretaría de la Defensa Nacional estima que de los casi 500.000 implicados en el narcotráfico en México una tercera parte cuenta con antecedentes militares.
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