Durante un tiempo, cuando era aún niño, tuve la idea de hacerme cura, cosa que desató el entusiasmo de mi abuela paterna Dña. Pilar García. Un entusiasmo, por otra parte, muy medido; realmente nunca la vi interesada a fondo por casi nada que no fuera hacer novenas, una tras otra. Cuando ya tenía catorce años decidí que esa no era mi vocación y se lo dije a mi abuela. Puso una cara de tremenda decepción y dijo: ¡ Gustavín: ilusión perdida! Aún no le he perdonado el comentario. ¿Soy rencoroso?
Pero ¿qué es una ilusión? La palabra Ilusión viene del latín illūsus, que es el participio de illudĕre, verbo que significa burlar. Y nuestro diccionario de la RAE señala como primera acepción para ilusión: “concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”. Y algo ilusorio es algo bien engañoso, irreal, ficticio o algo de ningún valor o efecto, nulo. Pero como bien señala Julián Marías en su “Breve tratado de la ilusión” -libro que os recomiendo-, es a partir del romántico siglo XIX cuando la palabra ilusión adquiere nuevos significados, como: “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo” o “viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, etc…” señalados como acepciones segunda y tercera por el citado diccionario de la RAE.
Aunque un iluso es alguien “engañado, seducido” o “propenso a ilusionarse, soñador”. Yo, pese a los avatares de la vida y de los años que acumulo, sigo ilusionado con muchas cosas e ilusionándome cada día con cosas nuevas; y no creo que por eso sea un iluso.
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